Por: El País
Admitámoslo de entrada: estamos hartos de este puñetero adminículo con el que nos cubrimos la boca y, salvo excepciones atribuibles a grave deformidad facial o cerebral, también la nariz. ¿Quién iba a decirnos que la mascarilla acabaría convirtiéndose en una prenda esencial de nuestro vestuario? En unos meses serán ya dos años de enmascaramiento, de labios ocultos y gafas empañadas. Llevamos mucho tiempo bajo el signo de un invento chino mayormente fabricado en China para combatir un virus originado en China: una simple curiosidad. Paciencia, porque esto va para largo.
Hay que verle el lado positivo a la cosa, porque lo tiene. La mascarilla no solo impide (en más de un 90%) que nuestras miasmas alcancen el sistema respiratorio de otros. A algunos nos favorecen. La Sociedad Americana de Cirujanos Plásticos (Estados Unidos) hizo un experimento con 30 fotografías de rostros, divididos entre agraciados, normales y tirando a feos, que se presentaron con máscara y sin máscara ante 496 “examinadores”. Las conclusiones fueron rotundas. Los rostros “no atractivos” mejoraron en un 42%, tanto entre hombres como en mujeres. Los “normales” mejoraron en un 70%. Los agraciados empeoraron en un 12,5%. Es un consuelo. En un mundo tan desigual, la mascarilla nos iguala un poco.
La mascarilla resulta útil en otras cuestiones estéticas. En diciembre de 2020, Quironsalud, el grupo hospitalario privado más grande de España, emitió un comunicado en el que celebraba el éxito de sus tratamientos para “la parte visible” del rostro. Básicamente, ácido hialurónico alrededor de los ojos. Y admitía que habían aumentado de forma sustancial las operaciones quirúrgicas en “la parte invisible”. Qué útiles fueron, y son, las mascarillas para quienes optan por retocarse la nariz.
El Gobierno acaba de volver a imponer su uso obligatorio en la calle. Pero ¿recuerdan cómo empezó todo? Con el caos. En abril de 2020, con la covid-19 haciendo estragos y medio mundo confinado, la Organización Mundial de la Salud insistía en que solo el personal sanitario necesitaba usar mascarilla. El epidemiólogo Fernando Simón, director del Centro de Emergencias del Ministerio de Sanidad español, decía lo mismo. La explicación resulta sencilla: no había mascarillas en el mercado y las pocas que se encontraban se destinaban a los profesionales. Fue el primer engaño. Algunos gobiernos, como el británico y el argentino, actuaron de manera más práctica (u honesta) y recomendaron a la ciudadanía que se fabricara sus propias mascarillas con un trozo de tela o, al menos, se tapara la boca con una bufanda.
Luego, con las mascarillas ya obligatorias, comenzó una auténtica guerra mundial para conseguirlas y acapararlas. Su precio se multiplicó por seis, hasta rozar los tres dólares por unidad. Y China, que por entonces controlaba casi la mitad del mercado, puso en práctica la “diplomacia de la mascarilla”. El 4 de abril aterrizó en Madrid un primer cargamento chino, con 1,4 millones de unidades, destinado al gobierno regional. Todos dependíamos de las fábricas chinas, que hicieron una formidable exhibición de músculo. Como ejemplo, en unas semanas, las factorías automovilísticas de la empresa BYD se reconvirtieron para producir cinco millones de mascarillas al día. En un año, 2020, China exportó 220.000 millones de unidades. En este momento la potencia asiática acapara casi el 85% del mercado.
A otro nivel, la industria española también se movilizó. “En España no había apenas producción, conseguir envíos de China resultaba una pesadilla burocrática y un documento de la Unión Europea, del 5 de mayo de 2020, había recomendado la autosuficiencia. No sé si lo recuerda, pero vimos muchas fotografías de médicos y personal sanitario protegidos con bolsas de basura”. Esto lo evoca Juan Francisco Sánchez, en aquel momento propietario de una imprenta. Sánchez, hoy presidente de la Asociación Española de Fabricantes de Mascarillas, empezó a pensar durante el confinamiento en la posibilidad de acceder al filón. Y lo hizo, asociándose con un distribuidor de perfumería.
En abril de 2020 iniciaron el proyecto. Cuatro meses después fabricaron su primera mascarilla. “No sabíamos lo difícil que era esto”, dice Sánchez. La cosa en sí es relativamente simple: tres pedazos de tejido soldados y un filtro. “Pero hacen falta controles estrictos, una limpieza absoluta, permisos… Debo decir que la Agencia Española de Medicamentos ha hecho un trabajo impresionante ayudándonos a despegar”, añade el empresario.
Ahora, la asociación española de fabricantes agrupa 18 empresas, con unos 700 empleados en total y una producción mensual de 171 millones de mascarillas. Quizá no sea un consuelo, pero en materia de mascarillas ya no dependemos de China.
Conviene saber que la mascarilla moderna tiene un origen asiático, aunque los precedentes se encuentren en Europa. Durante las antiguas epidemias de peste negra se popularizó la espectacular “mascarilla de pico”, cuyo inventor, Charles de Lorme (médico de Luis XIII de Francia) definió como una máscara con anteojos y “una nariz de 15 centímetros, en forma de pico de ave, llena de perfume y con solo dos agujeros, uno a cada lado de las fosas nasales, suficiente para respirar y transportar en el aire que se respira la impresión de las hierbas aromáticas colocadas en la punta del pico”. Esas mascarillas no evitaban contagios, pero impactaban. Siguen siendo uno de los disfraces más populares en el Carnaval de Venecia. Y todos quedaríamos más elegantes, o al menos más espectaculares, si utilizáramos esas máscaras en lugar de las prosaicas tres capas de tela.
Lo que llevamos ahora es lo que inventó el médico malayo Wu Lien-teh cuando la corte de la dinastía china Qing le encargó, en 1910, que investigara la epidemia de neumonía (bacteria yersinia pestis) que asolaba Mongolia y Manchuria. Wu Lien-teh comprobó que la peste se transmitía por aire y fabricó una protección facial con varias capas de gasa y algodón, conocida como mascarilla Wu. Ese fue el prototipo de la actual N95. No hace falta explicar qué es una N95. Lo sabemos todos. Si alguien lo ignora aún, felicidades.
NOS IGUALA Y NOS DIFERENCIA
La mascarilla nos iguala a todos, feos y guapos, pero también nos diferencia. Disney dispone de una masiva colección infantil. Gucci, Prada y otras firmas de lujo ofrecen mascarillas de diseño para quienes están dispuestos a ocultar su rostro, pero no su riqueza. Incluso hubo un cliente anónimo que quiso lucir la mascarilla más cara del mundo. Se la fabricó el joyero israelí Isaac Levy con oro y 3.608 diamantes, por 1,5 millones de dólares. Esa mascarilla de oro y diamantes dispone de un filtro recargable, o sea que no hace falta tirarla después de tres o cuatro usos.
Llegamos a una cuestión crucial: ¿viviremos el resto de nuestros días con la mascarilla a cuestas? Todos los especialistas consultados (médicos, epidemiólogos, fabricantes) creen que sí. Nadie es capaz de predecir cuánto durará la pandemia, aunque existe un cierto consenso en que la desaparición será progresiva y que durante un largo tiempo se requerirá el uso de mascarilla en ciertos espacios cerrados: aviones, trenes y en general interiores con alta densidad de ocupación. ¿Y después, ya sin el coronavirus? Pues será de buen tono llevarla en el bolso o el bolsillo, por si acaso. Toser por la brava, sin protección, se ha convertido en un acto casi obsceno.
La costumbre hace mucho. Ahora casi todos la odiamos, pero vete tú a saber. En los países asiáticos llevan décadas usando la mascarilla en época de gripe, como muestra de deferencia hacia el prójimo. También hay otros usos. Los manifestantes asiáticos suelen emplearlas para que el Gobierno (el chino, sobre todo) no pueda recurrir a instrumentos de identificación facial. Con un buen filtro, constituye asimismo un alivio pulmonar cuando se circula por ciudades con el aire muy contaminado. Como las ciudades chinas.
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